16/10/10

La mirada






Carrera de Filología. Esto fue entre el 86 y el 89, ya bien entrada la democracia en aquel país de amotinados con mordaza que duró los siete años que duran las dictaduras y los conjuros.

Recuerdo lo que nos dijeron en la charla de apertura: Si vienen porque les gusta escribir, olvídenlo: éste no es el sitio. Y tenían razón. Mis compañeros poseían el envidiable don de leer a todas horas; yo  no. Es lo que sucede cuando el placer se convierte en obligación. Nunca he sabido encajar en las estructuras forjadas por otros; soy indisciplinada por naturaleza. Hasta ese momento, si me ponían en un lugar yo conseguía quedarme quieta por un rato, luego me iba a la cafetería de la universidad. A que me leyeran las líneas de las manos. A  leer entrelíneas los libros que no estaban en la currícula. A escuchar cómo la gente de cursos más avanzados discurtía sobre Lautremont o Andrade... O simplemente a lamentar nuestra suerte con algún otro compañero/a rezagado que además de estudiar, trabajaba, y no podía permitirse el lujo de cambiar esas horas por lectura.

Por aquel entonces yo ni siquiera trabajaba. Era una niña mimada y confusa que no veía mucho más allá de la densa niebla impuesta por terceros. Recuerdo aquellos tiempos como un sueño en el que el soñador no controla y se comporta como un autómata a las órdenes de una conciencia ignota. Mis recuerdos tienen, inclusive, la pátina emulsionada de un fotograma en blanco y negro en un claustro con los cristales averiados. Apenas me reconozco en esa muchacha que fui. En esa criatura huraña y arrogante cuya parcela existencial no superaba los límites de las cuatro avenidas de una ciudad de provincia.

Mientras todos o casi todos mis compañeros procedían del bachiller, yo había recibido -por la fuerza- una formación mercantil. Había leído muy poco, y francamente, no quería dedicar el resto de mi vida a la enseñanza. Ni hablar de la crítica literaria y sus cuatro popes fumadores de extralargos: ninguno era capaz de soltar una frase de veinte o treinta palabras sin sazonarla con algún que otro término para los iniciados en la hermenéutica de la piedra en el zapato o la epistemología epistolar de la epíndora epigramática.

Pero me chiflaba escribir.

No me molestaba tanto la terminología que usaban como su pose a la hora de enredar el discurso y su cara de ir de sobrados. Había uno que se estiraba en la silla como Pancho por su casa y hasta se daba el lujo de exhalar algún efluvio de Old Smuggler recomendando, con fervorosa dejadez, la lectura de un por entonces en pujanza Ricardo Piglia. Tanto que me resistí a leerlo durante años, ya que la sola mención de su nombre me traía el recuerdo de la incipiente tripa de ese genio, decían, de la crítica, de esa alma mater -o pater, si es mater o pater a estas alturas ya me da un poco igual- del discurso anudado con aliento a wisky baratón.

Años después lo sentiría por Piglia -gran valor-, si bien cualquiera que haya vivido en el país del sur por más de una década me entenderá, ya que en esa época prosperaba el ansia por un discurso enrevesado y  analítico que la mar de las veces acababa sin más siendo absorbido por el narcisismo de su dueño. Un discurso abstracto, bueno para la ficción y poco propicio para la acción concreta. Digo de la abstracción porque, según recuerdo, pocas veces se concretaban las cosas -no te dejaban- y la tendencia a la ruina circular no es que fuera un invento borgiano: era ya un sino. Se daba, sobre todo, en los diarios de tirada nacional, donde la información se reducía al esqueleto de la peripecia kafkiana. Si es que tal cosa existe, y en caso de que no existiera seguro que ya se habría inventado en la Argentina.

En fin. Que lo dejé. Dejé la universidad con su profe exhalador de Old Smuggler, los clásicos del XIX, la ostranénie, los postestructuralistas franceses, Adorno, Lacán, Benjamin, Todorov, la estructura de los cuentos de hadas, del cuento popular ruso, la gramática, el latín, el griego, Roland Barthes y los diarios decodificadores de siempre nuevos ministros de economía cuyos portavoces de prensa siguen siendo, para mí y los otros treinta y tantos millones que viven allá y los que vivimos por ahí, el gran misterio de los últimos tres siglos. No es ningún secreto que la economía de cualquier país de América Latina sea una incógnita. No hay discurso que pueda explicarla. No hay ser humano, animal o cosa que puedan desentrañarla. Se ha convertido en un dilema metafísico, en un fatum al que le rezan los niños cuando van a tomar la comunión, en una desflagración similar al Big Bang: todos la contemplan, pero nadie sabe qué hacer.

Y cuando la dejé, dejé también de leer. Me entregué a una temporada sabática que duró diez años. Así es: diez años. Diez años sin leer. Diez años sin prácticamente abrir un libro, y sin escribir. Sin ningún remordimiento, y tan feliz como en los tiempos en que leía ávidamente todo lo que llegaba hasta mis manos. Gritándolo, además, a los cuadro vientos: yo ya no leo, ¿y qué?  Hay tiempos para leer y tiempos para vivir. La literatura llega, generalmente, después de la vida  y yo quería pasármelo bien. Me había tragado docenas de autores que no me interesaban y me llevaba un astigmatismo galopante y una migraña procaz que a pesar de las gafas acabaría pasándome factura cada vez que abría un libro. Así que resolví echar mano de mi segundo lenguaje, y me inscribí en Bellas Artes. Nada de letras: acción pura. Manufactura. La artesanía del alma entre la arcilla y los hierros. Eso sí que me gustaba. Ésa sí que era gente de acción. Pero ¿hasta qué punto?

Al recordar aquellos años, se me hace inevitable separar la experiencia del vivir con la raja que nos abrió la dictadura. Y ojo, que no hablo de siete. Hablo de casi cinco décadas de dictaduras intermitentes... es decir, de una raja abierta sobre varias generaciones. Algo que la nuestra recibió de rebote. En Bellas Artes -la Malharro- se respiraba esa cierta libertad que yo andaba necesitando, aunque la coyuntura educativa estuviera aún en transición. Y ya se sabe lo que cuestan las transiciones. Durante algún tiempo -aparentemente glorioso- pareció que la Argentina empezaba a rotar por sí misma. Sin embargo, se trataba de una rotación aparente en translación a -como siempre- intereses ajenos. Y en lo que respecta a la educación, el sistema autoritario continuó en vigencia bajo el camuflaje de un supuesto constructivismo teórico, a lo Waldorf, que en la práctica nunca se llegaría a imponer. Caso de hipocresía fragrante, el sólo hecho de pensar en ello me aterroriza.

Sin ánimo de frivolizar, recuerdo a cierta profe teóricamente progre que llevaba décadas usando el busto de una Venus como base de toda su enseñanza. La tipa se creía Camille Claudel y había convertido a la Venus en su Señor de las Moscas. Estaba empeñada en que aprendiéramos a modelarla a como fuera. Primero  había que hacerla en arcilla, luego había que pasarla a un horroroso tacel de escayola y finalmente llevarla a resina. Eso era todo lo que se aprendía en el primer curso de escultura. Durante su clase no volaba una mosca, estaba prohibido hablar o escuchar música. Hasta sonarse daba miedo. Nadie -o muy pocos- conseguían superar la fase de la arcilla. Hubo alguien que llegó a destrozar su Venus ante las narices de  Camille 2. Lamentablemente no se lo tomaron como una performace: tengo entendido que a raiz de eso al pobre le expulsaron. Y en otra ocasión una servidora se dio el lujo de abandonar el curso dando un portazo que hizo cimbrear las paredes. Está claro que tuve que recursar la materia. La aprobé al año siguiente con otro profesor que me puso un 9 en el final. Y a esa carrera sí que la acabé.

La anécdota vale como paradigma del clima que se vivía aún en Bellas Artes en los 90 y ya bien entrada la era menemista. Ya en Filología, a los rebeldes se nos estigmatizaba con una cruz roja sobre una planilla. Y una cruz roja sobre una planilla significaba tener que recursar la asignatura y la probabilidad de convertirte en vitalicio. La idea era agotar la paciencia del rebelde y evitar su graduación. A nosotros se nos hacía la zancadilla para que no pudiéramos estudiar: a nuestros hermanos mayores se les hizo la zancadilla para que no pudieran vivir.

Por eso cuando echo un vistazo al pasado, no puedo evitar esa cierta mirada  incómoda con que se observan los territorios dinamitados. Recuerdo ese descreimiento endémico de nuestros padres, ese conformismo iluso, ese empecinamiento en el durar y transcurrir que Eladia Blásquez, desde su reducto en el exilio, convertiría en himno de lo que no es vivir. Todo el mundo tenía un hermano volado del mapa; un hermano o un primo del que nunca se hablaba. Cuántas casas se cerraron para siempre. Cuántos jardines se abandonaron al paso de los años sin que nadie hiciera preguntas, y cuando se hacían no se sabía, o no se quería saber, o se hacía como que no se sabía, y se retornaba con plácida idiotez a esa densa niebla impuesta por terceros. Nosotros recibimos la primogenitura del engaño, el adiestramiento por ejemplo, el escepticismo y la desesperanza como cesión.

No es de extrañar entonces que me negara a abrir un libro durante años. El colmo de una educación deficiente es que te quiten hasta las ganas de leer. Resulta tanto o más inquietante si se piensa que un sector del profesorado se suponía progresista. Conocí gente que relataba su paranoia durante la era videliana y que  después sometía a sus alumnos a sobornos y servidumbres dignas de cualquier totalitarismo. El proceso suele ser lento y sutil. Empieza en la escuela primaria y continúa en todo lo escrito negro sobre blanco. Se es feliz porque no se puede desear lo que se ignora, y ése es el as de todo totalitarismo, su arma más poderosa.

El objetivo era socavar la fe. Conseguir que nuestra generación dejara de creer en el futuro. Habiendo logrado ese objetivo en buena parte de la población, lo demás llegaría por añadidura y los rebeldes serían marginados o segregados por su propia gente. Y aunque parezca increíble, viviendo, como yo vivía, en un territorio de entremedias, ser moderadamente feliz no me resultó difícil. Ya he dicho que no se puede desear lo que se ignora.

Fueron tiempos raros en los que no me apetecía coger el lápiz y el papel como no fuera para escribir el diario que todavía conservo, y que ha resultado ser el gérmen de buena parte de mi escasa e irregular literatura tartamuda. Diez años felices -posiblemente, los más ingenuamente felices de toda mi vida- en los que podría haber escrito y publicado mucho. En cambio, decidí colgar la literatura. O quizá ni siquiera lo haya decidido: diréctamente sucedió. En lugar de eso viajé, me enamoré, levanté una casa, coseché nuevos amigos, me fui a los Andes, pinté cuadros enormes, los colgué en salones, escalé una montaña, crucé la Pampa entera en un coche rojo destartalado, me inundé, nos inundamos, vi como los tornados convertían en plumas las sillas de los barcitos y dos veces me salvé de la muerte en Mar del Plata, donde también nevó y yo reía bajo la nieve cruzando Plaza Colón después de ver Cyrano de Bergerac; me volví a enamorar, me cobijé bajo mi propio techo de pino sin tejado temblando para que no lloviera hasta que pusieran las tejas, planté un cedro azul en mi jardín, vi nacer a los hijos de mis mejores amigos, terminé Bellas Artes... y empecé a escribir una novela. Año 96. Ahí me dio por escribir una novela. Pero la abandoné.

Me lo había dicho una amiga -era psicóloga- algún tiempo antes: Escribir no te hace bien, no dejes la pintura. En parte no le faltaba razón: pensó que escribiendo corría el riesgo de enamorarme de mis propios demonios, cosa que -según ella- nunca iba a pasarme con la pintura. No me habló de cómo atravesar el infierno: más bien me sugería esquivarlo.

Por esos años las circunstancias me llevaron a vivir experiencias que nunca serán relatadas porque fueron vividas. Jamás se me hubiera ocurrido sentarme como me siento hoy delante de un teclado: tenía cosas mucho más interesantes que hacer. Habitar el intervalo entre el gesto espontáneo de la mancha y la acción de convertir un solar en terreno propicio para los cimientos de un futuro prediseñado, de "jugar a la casita", de entrever el fin del mundo al otro lado de una verja, me mantuvo en silencio durante años. Nada de libros: proyecto y edificación. Protagonizar el tiempo aparcando al testigo, su rol especular, en olvido casi total de las letras y sus nombres.
 
Lo que yo no sabía era que estaba sembrando. Suerte que tuviera buenas semillas. Y que llevara linterna, porque el infierno no se esquiva, mi querida amiga psicóloga: se cruza de punta a punta. Lo más importante, en estos casos, es no detenerse jamás. Ningún demonio tendría éxito si no fuera por su portentosa capacidad de seducción. El dolor no sólo se padece: tiende también a poseerse, de ahí que el príncipe de la oscuridad goce de tanto prestigio entre poetas y escritores. Yo lo llevaba en los genes. Lejos de hacerme daño, la escritura le daría sentido a mi vida en un tiempo en que me creí quedarme sin él. Para entonces ya había dejado de jugar a la casita y de buenas a primeras me encontré sola de mí y vacía. Me estrellé contra la realidad de que todas y cada una de mis construcciones eran una gran farsa. Por fortuna lo descubrí apenas cumplidos los treinta, cuando todavía se tienen fuerzas para sobrevivir al flash neuronal que supone la certeza de haberte pillado los dedos.

Fue cuando volví a escribir. Escribía a todas horas, con música de fondo, con ruido -mucho- cuerpo y alma a la intemperie, trabajo basura en otro país, ciudad desconocida y ese miedo asfixiante que no se proclama para que no te derriben. Con ese crispamiento de andar confundiendo las puertas que tienen los recién llegados. Y la adrenalina que supuran los cuerpos cuando no atinan a dar con el futuro ni en sueños. Recuerdo esos años como un caos creativo de gran envergadura y gente pasando por mi vida como los trenes. Mientras tanto acababa esa vieja novela empezada sobre una mesa de roble, al lado de una estufa a leña, y comenzaba otra completamente distinta.

Escribir fue mi coartada para seguir en el mundo. No en este país o en cualquier otro: en el mundo. Si bien la pintura dejó de interesarme, tuve que admitir que nunca me había interesado tanto como la escritura. A caballo entre un siglo y otro en otra parte del mapa, recalé nuevamente entre los libros que había abandonado diez años atrás. Sin paramentos. Ya sin prejuicios y siendo yo misma, lejos, a comienzos de una nueva, verdadera lucidez.

Hoy me puedo mirar de frente sin que el tiempo me atemorice. Lo escribí no hace mucho, y suena más o menos así:

sé quién soy
los predicados no los proclamo: no sé predicar.

15 comentarios:

Anónimo dijo...

Y escribes muy bien, imagino que ya te lo habrán dicho en más de una ocasión.
He leído hasta el final porque me he sentido identificado con partes de tu experiencia. Yo tampoco leía mucho, y he pasado diez años sin leer ni escribir, viviendo las peripecias propias del trabajo, matrimonio y dos crianzas. En la universidad yo era el único que no estaba posicionado, el único que no tenía un filósofo "favorito". He sido platónico, socrático, humeano, nietzscheano, heideggeriano, gadameriano, hegeliano y adorniano. He sido todo eso, sin ser nada. He llegado a la conclusión de que soy un friki, pero un friki más feliz que los grandes heraldos de la cultura.
También estuve a punto de empezar bellas artes en un momento de mi existencia, pero a mí me va el dibujo realista, y eso ya no se lleva... :)
Gracias por compartirlo.
Jordi.

jcaguirre dijo...

Adelante con la escritura. Hay madera. No creas del todo a tu amiga psicóloga...

RAB dijo...

Jajajajajajaj Carlos... ni caso a la psicóloga: a mí ya no pueden volverme loca porque ya lo estoy :D
Jordi: lo has pillado :D Yo nunca he creído en la felicidad de los grandes culturetas. Siempre me he preguntado de dónde sacarán el tiempo para leer tanto o para contrastar opiniones de otras personas cuando hay tanto por hacer además de leer y contrastar a otros... ¡Gente de 25 años leyendo ávidamente cinco libros por semana podrá ser maravilloso, sí, pero también es terrorífico ya que... ¿cómo hacen? Tú mismo lo has dicho: construir un hogar te "quita" tiempo, y en muchas ocasiones, y para algunos, resultará ser un sacrificio del ego. Sin embargo, lo que para unos será un "sacrificio", para otros puede ser un placer.
Creo que vivir la vida y sus seres es lo que engendra la gran literatura, la que llega al hombre y la mujer de a pie. Por eso reniego de la creencia en la superioridad del oficio escritural y en la sacralización del artista. Últimamente ya empiezo a renegar también de su demonización :) Ni hablar de los guettos y ciertos elitismos que se crean entre ellos. Entonces, ¿quiénes son los frikis?

RAB dijo...

Por cierto, yo he sido heideggeriana y neitzchiana durante mucho tiempo... aunque seré pattismithiana hasta la muerte :D

Anónimo dijo...

Tener ideas propias representa un conflicto aún entre los mismos intelectuales, que se escudan en los términos de esos "otros" que señalas, para adquirir una posición y ser aceptados en ciertos círculos, sean de lo que sean. Ir por libre en esta vida es un trabajo de guerreros. Lo que dices de la Argentina, tods mis respetos RAB, de toda maneras los militares no han conseguido su objetivo. Tú eres la prueba viviente de ello.
Salud c/mèrde
Samuel

Luis González dijo...

Curiosa la experiencia... curiosa en lo común. Escritura, lectura, vida, arte... Nunca he asociado la escritura y la lectura (una lugar común según muchísimos escritores y, supongo, con toda razón).

La escritura admite muchos niveles - como la vida, como la experiencia.

Mercedes Thepinkant dijo...

Creo que yo voy a estellarme pronto.
A ver que hago con 46.
Las apariencias engañan.
Soy una actriz muy buena.
Besos.

RAB dijo...

Te estelas o te estrellas Merche? Lo bueno de estrellarse es que nadie se entera salvo tú :/ Así que no lo digas. 46 son pocos para una bruja principiante, que no se llega a serlo hasta los 67 decía mi abuela... Y por cierto, que no conocía tu faceta actoral, a ver cuándo estrenas que me planto en tu casa por segunda vez :D

LUG bienvenido. Está bien no asociar lectura con escritura. En algunos casos, ésta se parece tanto a la vida que llega a confundirse. Y si no lo hiciera, ¿qué sentido tendría?

Samuel: muy agradecida por el piropo, chico, en verdad que no lo lograron. De los elitismos, paso, no sé muy bien cómo se come eso.

:+ muacos

Anónimo dijo...

Sean eternos los laureles
que supimos conseguir,
que supimos conseguir.
Coronados de ESCORIA vivamos...
Oh juremos con gloria morir
Oh juremos con gloria morir
Oh juremos con gloria morir

RAB dijo...

Tu interpretación del himno nacional argentino resulta interesante. Tengo entendido que en alquimia, la escoria es un elemento de purificación fundamental para la obtención del producto final. Así pues, para llegar a la gloria se haría necesario pasar primero por la escoria. Para pensar en ello me he acogido a tu nick "asulfatado"... ¿o debería decir asulfararo?
En cualquier caso, Sulfaro: bienvenido a la posada.

Unknown dijo...

Querida rab: Esto si es tuyo , y tanto, bueno ahora conocemos más de una vida de cambios, y en vez de renuncias, saltos, al vacio o a las playas de la experiencia, que buena literatura es la que esta vivida como dices, eso es, sea esta referida a uno o a lo que uno ve, y siente a través de lo que tiene este ancho mundo lleno de universos.
Yo nunca leí mucho mas que los chicos del barrio que se pasaban el dia en los billares.. Pero fui lector, y soy, mas o menos, de aquello que necesito, más compulsivo que otra cosa, tuve y aún tengo el gusanillo de pintar, deje inconcluso el grado medio de escultura en artes y oficios, ya con un hijo de 5 años, un eterno adolescente en cuanto a mi desarollo creativo, dicho este palabro, asi como suena, como algo necesario para el ser humano, sin mayores pretensiones. Y a pesar de mi extrema pereza, cada vez que digo algo, tiendo a recrearme y hacer un poco de poesia o mala poesia, lo que sea. En fin aquel que nunca pintó un cuadro pero que podria llenar fachadas enteras con los dibujitos que hago en el margen de los cuadernos..
pero vuelvo a lo que has dicho- escrito:
los milicos como dice Samuel no pueden destruir la vida, a pesar de todo el dolor causado -y tengo amigos que desafortunadamente saben de que hablan si hablan de aquella argentina, y otros del Menemismo, con todo respeto tambien, la historia iinvertebreda de la década perdida y de esa américa latina creada en la rapiña, desde los tiempos coloniales, de la que habla el premio nobel creo recordar que era Naipul ¿se dice asi?, todo esto da para paginas y paginas de estudioso, y tambien cronicas llenas de corazon y viviencias. Como se podria decir de cualquier lugar, esta españa que perdió siglo y medio, lo recuperaba vertiginosamente en la republica, y en tres años volvió a las cavernas, quedando sembrado medio mundo de intelectuales activos y vivos, esos octogenarios del siglo xx...cambalache.
Cada uno es su forma de destruir-reconstruir, al final los paises están hechos de gente.
Samuel tambien soy muy concorde con lo del guerrero que inevitablemente lo es por el solo hecho de ir por libre.
y más.. recapitulo y si , puede que aquello de" no escribiré hasta que domine las formas y los contenidos y para eso he de leermelo todo", pues bien a pesar de que odio los teclados aqui me tienes rab una vez mas gracias..a ti a los blogerantes q responden, un saludo:
el motivadito (estoy pensando en un alias)
PD , tiene esto corrector gramatical? porque de niño tuve faltas pero con teclao, leñe!
otra cosa más
aún : Fui un gran lector de comic, tebeo ,es decir imagen y letra...
besos (varios)

RAB dijo...

Así es, Raul, no siempre hay que leérselo todo... pero no viene nada mal leer un poco, lo suficiente como para predicar lo impredicable que es la vida y sus misterios. El billar también enseña, es lo que en Argentina llamamos "tener calle", que a veces puede dar tanta letra como una biblioteca entera. Cuando el escritor llega a todos los públicos le permite a éste ser partícipe, y es ahí donde -desde mi punto de vista- el acto de la escritura adquiere un sentido y una capacidad de transformación
tanto para unos como para otros.
Gracias por tu motivación. Besos :+

Raticulina dijo...

Yo sí leo, de hecho ahora mismo te estaba leyendo, y he leído ávidamente desde los 8 años que recuerde, pero no tengo estudios, estuve demasiado ocupada ... Fíjate, al revés, pero te he entendido, es más, me he identificado también.
Escribes muy bien, y disfrutas con ello. Puedes pedir más, desde luego, pero es el mejor punto de partida.

Besos

RAB dijo...

Rat, yo los tengo pero no siento que los tenga :D El saber, como decía mi padre, es lo único que no ocupa lugar... aunque, si te digo la verdad, yo no lo siento, es decir que no siento saber, y me encanta no saberlo: esto me permite el beneficio del asombro casi infantil ante la sabiduría del no saberme nada. Espero haberme explicado bien :)
Besote

Mercedes Thepinkant dijo...

Ya estrenamos, te lo perdiste, pero habrá más representaciónes, de momento el día 6 de Noviembre es la próxima.
Me quedo más tranquila, hasta los 67 todavía queda mucho. Aunque el tiempo siempre es relativo y queda demasiado por aprender.
De momento, me estrello, ya lo veo venir. Lo bueno es que aunque lo diga nadie me cree nunca porque siempre parece que no me tomo la vida muy en serio, pero la procesión va por dentro. De todos modos nadie puede ayudar a nadie en su propio estrellamiento, así que ¿para qué andar incordiando? Cada uno tiene bastante con lo suyo.
Un beso.