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25/10/10

Jaime Gil y la ciudad-campana





Acababa de llegar a Madrid y vivía en Carabanchel Bajo, a metros de una glorieta donde por las tardes no pasaban ni los pájaros -ya se sabe que nunca hubo pájaros en Carabanchel. Era el día de la recogida de muebles usados, así que nos pasamos para ver si podíamos pillar algo mejor que los trastos de fórmica barata que equipaban desde hacía siglos nuestro primer piso de alquiler. 
Siempre he tenido vocación de linyera. Ya en los primeros tiempos de mi llegada al barrio -zona de polígonos industriales- descubrí que en cierta empresa gráfica se tiraba mucho material. En una ocasión dejaron en la acera, y dentro de unas cajas de cartón igualmente útiles para tal fin, unas planchas de metacrilato blanco semirígido -enormes-, material precioso para usar como soporte. Sobre las tres de la tarde de un día cualquiera, las marujas del barrio me vieron atravesar la calle arrastrando esas hojas, casi en volandas, como una hormiga con su botín. Había que ver sus miradas entre piadosas y desconcertadas; no se lo perdió ni el pescadero. Historia verídica: si os pasais por la calle del Tordo 19 bis podreis comprobarlo. La pescadería seguirá allí, supongo, y también la empresa gráfica. La que no sigue ahí, por suerte, soy yo.  Dormir se hacía prácticamente imposible debido al ruido de platos y cubiertos de los bares de abajo y el jaleo que hacían los vecinos a todas horas. Vivir en Carabanchel había sido una mala elección. Y para nosotros, que veníamos de una ciudad marítima, era como si ese hoyo de asfalto contuviera en si mismo todo el calor de Madrid.
Llegó el día de la recogida y nos dispusimos a ejercer nuestro oficio de linyeras. Gran decepción: no había nada que mereciera la pena. Salvo una cosa: una caja llena de libros. Y ya sabeis lo que me gusta a mí pillar constelaciones en los botes de basura, frasecilla acuñada allí mismo esa misma noche entre libros de cocina manoseados, ejemplares de oferta, best-sellers de tapas duras con la sobrecubierta en papel roído por el tiempo y el uso, y un nombre que me llamó la atención: Jaime Gil de Biedma. No lo había oído en mi vida, pero me gustó la combinación. Su sonoridad. El título: Las personas del verbo, una edición de Seix Barral del 93, con una tapa de cartulina amarillenta que le servía de injerto a la que había sido su tapa original. Un libro-cyborg. 
Obviamente, me lo quedé. Y aunque parezca extraño fue con lo único que me quedé esa noche -miento, en realidad la frasecilla no me la inventé hasta después de leer a Jaime- y creo, también, que fue la última noche en que salimos a pillar muebles usados. A la que sí regresé fue a la empresa gráfica para ver si conseguía material, algo que nunca volvió a suceder -eran excelentes para pintar al óleo haciendo pasar gato por liebre: aún conservo una, y todo el mundo cree que se trata de una acuarela, vaya.
En fin, que salvo las cajas donde iban las planchas -siempre vacías- pareció que mi breve aventura linyera por las calles de Carabanchel se hubieran terminado el día en que me encontré el libro de Jaime Gil. 


Ya al llegar yo quería definir el sonido de Madrid, pero no acertaba con las palabras. No tenía experiencia previa con ese sonido, carecía de referentes. Todas las ciudades tienen un sonido que las hace únicas, y a mí el sonido de Madrid me producía un desasosiego y a la vez una fascinación difíciles de explicar. En ese punto la escritura se me hacía imposible. Y tanto más necesaria cuando la comprensión de ese sonido podía proporcionarme, creía yo, la posibilidad de adoptarla, si acaso, o de que ella me adoptara a mí. Ese rumor sordo de la antigua judería, hoy barrio-icono, donde los pasos resuenan dando la impresión de que la ciudad estuviera hueca, y por encima del adoquinado, siempre de entrecasa y soñolienta y espectante, como en los pueblos; tan peculiar Madriz, tan de si misma y a la vez tan pública, tan de estar a punto de llegar a casa con el sonido de los pasos que atraviesan portales y suben escaleras en un saco de silencio: una ciudad-silo con el cielo casi a ras del pelo, qué rareza...
Y fue cuando llegó Jaime Gil a explicármela con sus versos, a decir lo que yo no sabía decir, y tuve mi revelación del sonido y la mejor definición que había oído hasta entonces, desde la perspectiva del medio-inmigrante que él mismo había sido, con esa ironía y ese desparpajo, ese mariconismo amargo, sensibilísimo y brutal que se burla y se duele de sí, un corazón desnudo de cintura para abajo que, junto con todo lo demás, me enseñaron el abecedario de la ciudad-campana. No resultará extraño, pues, que para mí Madrid vaya íntimamente unida a los belenes, a los barrios sin pájaros y por supuesto, a Jaime Gil de Biedma. 

Lo primero, sin duda, es ese ensanchamiento
de la respiración, casi angustioso.
Y la especial sonoridad del aire,
como una gran campana en el vacío,
acercándome olores de jara de la sierra,
más perfumados por la lejanía,
y de tantos veranos juntos
de mi niñez.

Luego está la glorieta preliminar, con su pequeño intento de jardín, 
mundo abreviado, renovado y puro
sin demasiada convicción, y al fondo
la previsible estatua y el pórtico de acceso
a la magnífica avenida,
a la famosa capital.

Y la vida, que adquiere carácter panorámico,
inmensidad de instante también casi angustioso
-como amanecer en campamento 
o de portal de belén-, la vida va esparciéndose 
otra vez bajo el cielo enrarecido
mientras que aceleramos.

Porque hay siempre algo más, algo espectral
como invisiblemente sustraído,
y sin embargo verdadero.

Yo pienso en zonas lívidas, en calles
o en caminos perdidos hacia pueblos
a lo lejos, igual que en un belén,
y vuelvo a ver esquinas de ladrillo injuriado
y pasos a nivel solitarios, y miradas
asomándose a vernos, figuras diminutas
que se quedan atrás para siempre, en la memoria,
como peones camineros.

Y esto es todo, quizás. Alrededor
se ciernen las fachadas, y hay gentes en la acera 
frente al primer semáforo.

Cuando el rojo se apague torceremos 
a la derecha,
hacia los barrios bien establecidos
de una vez para todas, con marquesas
y cajistas honrados de insigne tradición.
Ya estamos en Madrid, como quien dice.

De aquí a la eternidad. Las personas del verbo, Seix Barral, 1993.

Photo/post: Dani Gago. Atardecer madrileño y tormenta ciñéndose sobre los tejados de Lavapies.

16/10/10

La mirada






Carrera de Filología. Esto fue entre el 86 y el 89, ya bien entrada la democracia en aquel país de amotinados con mordaza que duró los siete años que duran las dictaduras y los conjuros.

Recuerdo lo que nos dijeron en la charla de apertura: Si vienen porque les gusta escribir, olvídenlo: éste no es el sitio. Y tenían razón. Mis compañeros poseían el envidiable don de leer a todas horas; yo  no. Es lo que sucede cuando el placer se convierte en obligación. Nunca he sabido encajar en las estructuras forjadas por otros; soy indisciplinada por naturaleza. Hasta ese momento, si me ponían en un lugar yo conseguía quedarme quieta por un rato, luego me iba a la cafetería de la universidad. A que me leyeran las líneas de las manos. A  leer entrelíneas los libros que no estaban en la currícula. A escuchar cómo la gente de cursos más avanzados discurtía sobre Lautremont o Andrade... O simplemente a lamentar nuestra suerte con algún otro compañero/a rezagado que además de estudiar, trabajaba, y no podía permitirse el lujo de cambiar esas horas por lectura.

Por aquel entonces yo ni siquiera trabajaba. Era una niña mimada y confusa que no veía mucho más allá de la densa niebla impuesta por terceros. Recuerdo aquellos tiempos como un sueño en el que el soñador no controla y se comporta como un autómata a las órdenes de una conciencia ignota. Mis recuerdos tienen, inclusive, la pátina emulsionada de un fotograma en blanco y negro en un claustro con los cristales averiados. Apenas me reconozco en esa muchacha que fui. En esa criatura huraña y arrogante cuya parcela existencial no superaba los límites de las cuatro avenidas de una ciudad de provincia.

Mientras todos o casi todos mis compañeros procedían del bachiller, yo había recibido -por la fuerza- una formación mercantil. Había leído muy poco, y francamente, no quería dedicar el resto de mi vida a la enseñanza. Ni hablar de la crítica literaria y sus cuatro popes fumadores de extralargos: ninguno era capaz de soltar una frase de veinte o treinta palabras sin sazonarla con algún que otro término para los iniciados en la hermenéutica de la piedra en el zapato o la epistemología epistolar de la epíndora epigramática.

Pero me chiflaba escribir.

No me molestaba tanto la terminología que usaban como su pose a la hora de enredar el discurso y su cara de ir de sobrados. Había uno que se estiraba en la silla como Pancho por su casa y hasta se daba el lujo de exhalar algún efluvio de Old Smuggler recomendando, con fervorosa dejadez, la lectura de un por entonces en pujanza Ricardo Piglia. Tanto que me resistí a leerlo durante años, ya que la sola mención de su nombre me traía el recuerdo de la incipiente tripa de ese genio, decían, de la crítica, de esa alma mater -o pater, si es mater o pater a estas alturas ya me da un poco igual- del discurso anudado con aliento a wisky baratón.

Años después lo sentiría por Piglia -gran valor-, si bien cualquiera que haya vivido en el país del sur por más de una década me entenderá, ya que en esa época prosperaba el ansia por un discurso enrevesado y  analítico que la mar de las veces acababa sin más siendo absorbido por el narcisismo de su dueño. Un discurso abstracto, bueno para la ficción y poco propicio para la acción concreta. Digo de la abstracción porque, según recuerdo, pocas veces se concretaban las cosas -no te dejaban- y la tendencia a la ruina circular no es que fuera un invento borgiano: era ya un sino. Se daba, sobre todo, en los diarios de tirada nacional, donde la información se reducía al esqueleto de la peripecia kafkiana. Si es que tal cosa existe, y en caso de que no existiera seguro que ya se habría inventado en la Argentina.

En fin. Que lo dejé. Dejé la universidad con su profe exhalador de Old Smuggler, los clásicos del XIX, la ostranénie, los postestructuralistas franceses, Adorno, Lacán, Benjamin, Todorov, la estructura de los cuentos de hadas, del cuento popular ruso, la gramática, el latín, el griego, Roland Barthes y los diarios decodificadores de siempre nuevos ministros de economía cuyos portavoces de prensa siguen siendo, para mí y los otros treinta y tantos millones que viven allá y los que vivimos por ahí, el gran misterio de los últimos tres siglos. No es ningún secreto que la economía de cualquier país de América Latina sea una incógnita. No hay discurso que pueda explicarla. No hay ser humano, animal o cosa que puedan desentrañarla. Se ha convertido en un dilema metafísico, en un fatum al que le rezan los niños cuando van a tomar la comunión, en una desflagración similar al Big Bang: todos la contemplan, pero nadie sabe qué hacer.

Y cuando la dejé, dejé también de leer. Me entregué a una temporada sabática que duró diez años. Así es: diez años. Diez años sin leer. Diez años sin prácticamente abrir un libro, y sin escribir. Sin ningún remordimiento, y tan feliz como en los tiempos en que leía ávidamente todo lo que llegaba hasta mis manos. Gritándolo, además, a los cuadro vientos: yo ya no leo, ¿y qué?  Hay tiempos para leer y tiempos para vivir. La literatura llega, generalmente, después de la vida  y yo quería pasármelo bien. Me había tragado docenas de autores que no me interesaban y me llevaba un astigmatismo galopante y una migraña procaz que a pesar de las gafas acabaría pasándome factura cada vez que abría un libro. Así que resolví echar mano de mi segundo lenguaje, y me inscribí en Bellas Artes. Nada de letras: acción pura. Manufactura. La artesanía del alma entre la arcilla y los hierros. Eso sí que me gustaba. Ésa sí que era gente de acción. Pero ¿hasta qué punto?

Al recordar aquellos años, se me hace inevitable separar la experiencia del vivir con la raja que nos abrió la dictadura. Y ojo, que no hablo de siete. Hablo de casi cinco décadas de dictaduras intermitentes... es decir, de una raja abierta sobre varias generaciones. Algo que la nuestra recibió de rebote. En Bellas Artes -la Malharro- se respiraba esa cierta libertad que yo andaba necesitando, aunque la coyuntura educativa estuviera aún en transición. Y ya se sabe lo que cuestan las transiciones. Durante algún tiempo -aparentemente glorioso- pareció que la Argentina empezaba a rotar por sí misma. Sin embargo, se trataba de una rotación aparente en translación a -como siempre- intereses ajenos. Y en lo que respecta a la educación, el sistema autoritario continuó en vigencia bajo el camuflaje de un supuesto constructivismo teórico, a lo Waldorf, que en la práctica nunca se llegaría a imponer. Caso de hipocresía fragrante, el sólo hecho de pensar en ello me aterroriza.

Sin ánimo de frivolizar, recuerdo a cierta profe teóricamente progre que llevaba décadas usando el busto de una Venus como base de toda su enseñanza. La tipa se creía Camille Claudel y había convertido a la Venus en su Señor de las Moscas. Estaba empeñada en que aprendiéramos a modelarla a como fuera. Primero  había que hacerla en arcilla, luego había que pasarla a un horroroso tacel de escayola y finalmente llevarla a resina. Eso era todo lo que se aprendía en el primer curso de escultura. Durante su clase no volaba una mosca, estaba prohibido hablar o escuchar música. Hasta sonarse daba miedo. Nadie -o muy pocos- conseguían superar la fase de la arcilla. Hubo alguien que llegó a destrozar su Venus ante las narices de  Camille 2. Lamentablemente no se lo tomaron como una performace: tengo entendido que a raiz de eso al pobre le expulsaron. Y en otra ocasión una servidora se dio el lujo de abandonar el curso dando un portazo que hizo cimbrear las paredes. Está claro que tuve que recursar la materia. La aprobé al año siguiente con otro profesor que me puso un 9 en el final. Y a esa carrera sí que la acabé.

La anécdota vale como paradigma del clima que se vivía aún en Bellas Artes en los 90 y ya bien entrada la era menemista. Ya en Filología, a los rebeldes se nos estigmatizaba con una cruz roja sobre una planilla. Y una cruz roja sobre una planilla significaba tener que recursar la asignatura y la probabilidad de convertirte en vitalicio. La idea era agotar la paciencia del rebelde y evitar su graduación. A nosotros se nos hacía la zancadilla para que no pudiéramos estudiar: a nuestros hermanos mayores se les hizo la zancadilla para que no pudieran vivir.

Por eso cuando echo un vistazo al pasado, no puedo evitar esa cierta mirada  incómoda con que se observan los territorios dinamitados. Recuerdo ese descreimiento endémico de nuestros padres, ese conformismo iluso, ese empecinamiento en el durar y transcurrir que Eladia Blásquez, desde su reducto en el exilio, convertiría en himno de lo que no es vivir. Todo el mundo tenía un hermano volado del mapa; un hermano o un primo del que nunca se hablaba. Cuántas casas se cerraron para siempre. Cuántos jardines se abandonaron al paso de los años sin que nadie hiciera preguntas, y cuando se hacían no se sabía, o no se quería saber, o se hacía como que no se sabía, y se retornaba con plácida idiotez a esa densa niebla impuesta por terceros. Nosotros recibimos la primogenitura del engaño, el adiestramiento por ejemplo, el escepticismo y la desesperanza como cesión.

No es de extrañar entonces que me negara a abrir un libro durante años. El colmo de una educación deficiente es que te quiten hasta las ganas de leer. Resulta tanto o más inquietante si se piensa que un sector del profesorado se suponía progresista. Conocí gente que relataba su paranoia durante la era videliana y que  después sometía a sus alumnos a sobornos y servidumbres dignas de cualquier totalitarismo. El proceso suele ser lento y sutil. Empieza en la escuela primaria y continúa en todo lo escrito negro sobre blanco. Se es feliz porque no se puede desear lo que se ignora, y ése es el as de todo totalitarismo, su arma más poderosa.

El objetivo era socavar la fe. Conseguir que nuestra generación dejara de creer en el futuro. Habiendo logrado ese objetivo en buena parte de la población, lo demás llegaría por añadidura y los rebeldes serían marginados o segregados por su propia gente. Y aunque parezca increíble, viviendo, como yo vivía, en un territorio de entremedias, ser moderadamente feliz no me resultó difícil. Ya he dicho que no se puede desear lo que se ignora.

Fueron tiempos raros en los que no me apetecía coger el lápiz y el papel como no fuera para escribir el diario que todavía conservo, y que ha resultado ser el gérmen de buena parte de mi escasa e irregular literatura tartamuda. Diez años felices -posiblemente, los más ingenuamente felices de toda mi vida- en los que podría haber escrito y publicado mucho. En cambio, decidí colgar la literatura. O quizá ni siquiera lo haya decidido: diréctamente sucedió. En lugar de eso viajé, me enamoré, levanté una casa, coseché nuevos amigos, me fui a los Andes, pinté cuadros enormes, los colgué en salones, escalé una montaña, crucé la Pampa entera en un coche rojo destartalado, me inundé, nos inundamos, vi como los tornados convertían en plumas las sillas de los barcitos y dos veces me salvé de la muerte en Mar del Plata, donde también nevó y yo reía bajo la nieve cruzando Plaza Colón después de ver Cyrano de Bergerac; me volví a enamorar, me cobijé bajo mi propio techo de pino sin tejado temblando para que no lloviera hasta que pusieran las tejas, planté un cedro azul en mi jardín, vi nacer a los hijos de mis mejores amigos, terminé Bellas Artes... y empecé a escribir una novela. Año 96. Ahí me dio por escribir una novela. Pero la abandoné.

Me lo había dicho una amiga -era psicóloga- algún tiempo antes: Escribir no te hace bien, no dejes la pintura. En parte no le faltaba razón: pensó que escribiendo corría el riesgo de enamorarme de mis propios demonios, cosa que -según ella- nunca iba a pasarme con la pintura. No me habló de cómo atravesar el infierno: más bien me sugería esquivarlo.

Por esos años las circunstancias me llevaron a vivir experiencias que nunca serán relatadas porque fueron vividas. Jamás se me hubiera ocurrido sentarme como me siento hoy delante de un teclado: tenía cosas mucho más interesantes que hacer. Habitar el intervalo entre el gesto espontáneo de la mancha y la acción de convertir un solar en terreno propicio para los cimientos de un futuro prediseñado, de "jugar a la casita", de entrever el fin del mundo al otro lado de una verja, me mantuvo en silencio durante años. Nada de libros: proyecto y edificación. Protagonizar el tiempo aparcando al testigo, su rol especular, en olvido casi total de las letras y sus nombres.
 
Lo que yo no sabía era que estaba sembrando. Suerte que tuviera buenas semillas. Y que llevara linterna, porque el infierno no se esquiva, mi querida amiga psicóloga: se cruza de punta a punta. Lo más importante, en estos casos, es no detenerse jamás. Ningún demonio tendría éxito si no fuera por su portentosa capacidad de seducción. El dolor no sólo se padece: tiende también a poseerse, de ahí que el príncipe de la oscuridad goce de tanto prestigio entre poetas y escritores. Yo lo llevaba en los genes. Lejos de hacerme daño, la escritura le daría sentido a mi vida en un tiempo en que me creí quedarme sin él. Para entonces ya había dejado de jugar a la casita y de buenas a primeras me encontré sola de mí y vacía. Me estrellé contra la realidad de que todas y cada una de mis construcciones eran una gran farsa. Por fortuna lo descubrí apenas cumplidos los treinta, cuando todavía se tienen fuerzas para sobrevivir al flash neuronal que supone la certeza de haberte pillado los dedos.

Fue cuando volví a escribir. Escribía a todas horas, con música de fondo, con ruido -mucho- cuerpo y alma a la intemperie, trabajo basura en otro país, ciudad desconocida y ese miedo asfixiante que no se proclama para que no te derriben. Con ese crispamiento de andar confundiendo las puertas que tienen los recién llegados. Y la adrenalina que supuran los cuerpos cuando no atinan a dar con el futuro ni en sueños. Recuerdo esos años como un caos creativo de gran envergadura y gente pasando por mi vida como los trenes. Mientras tanto acababa esa vieja novela empezada sobre una mesa de roble, al lado de una estufa a leña, y comenzaba otra completamente distinta.

Escribir fue mi coartada para seguir en el mundo. No en este país o en cualquier otro: en el mundo. Si bien la pintura dejó de interesarme, tuve que admitir que nunca me había interesado tanto como la escritura. A caballo entre un siglo y otro en otra parte del mapa, recalé nuevamente entre los libros que había abandonado diez años atrás. Sin paramentos. Ya sin prejuicios y siendo yo misma, lejos, a comienzos de una nueva, verdadera lucidez.

Hoy me puedo mirar de frente sin que el tiempo me atemorice. Lo escribí no hace mucho, y suena más o menos así:

sé quién soy
los predicados no los proclamo: no sé predicar.