22/11/10

El sopor




Hay quienes afirman -quizá con razón- que muchos africanos emigran, con todo el esfuerzo que eso conlleva, sólo porque alguien les ha asegurado que en el primer mundo puedes tenerlo todo. Es decir: el coche, la casa y los artefactos que la cultura exige para ser incluído en el reparto. A la vez, Occidente se ocupa de difundir con éxito las aberraciones que se cometen en el continente negro: la pobreza endémica, el quebrantamiento de los derechos humanos, el tráfico de niños, las guerras intestinas entre tribus, la ausencia de una infraestructura sanitaria, la magia negra, y no hablemos ya del hambre. Es lo que creemos de África, y aunque sea verdad, lo triste es que no nos llegue nada o muy poco más allá de eso. Parece ser que es lo que debemos creer de África. Muchas veces he pensado si lo que debemos creer no es lo que, en parte, convierte a África en lo que es.
Pongo ese continente como paradigma. Lo pongo para señalar la compleja naturaleza de la dictadura de la percepción, un tema del que me he propuesto escribir sólo como para sacudirme del lomo el incómodo fardo de otro tipo de percepción. Como dijera Rosa Montero en su momento: Seguirán llegando, porque no se les puede poner barreras a los sueños; aunque, claro, ella es Rosa Montero y yo soy RAB; y aunque lo que tenga que decir no sea más que una opinión personal, a propósito de su certera sentencia a mí me brotan varios interrogantes: ¿quiénes crean y de dónde provienen los sueños que les hacen llegar hasta aquí? Y sobre todo, ¿por qué? ¿Son esos sueños parte del famoso derecho humano a mejorar y desarrollarse, o se trata un constructo cultural tendiente a ejecutar el control desde su base?
Ciertamente, hay muchas alternativas para el foráneo. Una de ellas es, habiendo ya salido del sopor inicial, estrellarse contra los engranajes y conocer desde cerca el itinerario. Alguien con muy buenas intenciones intentará colaborar para su inserción mientras alguien más cínico, y no por ello menos instructivo, le mostrará que no se trata de estrellarse sino de ser el combustible para que esas piezas lleguen a moverse. Para ser su sangre, su chicha. La ventaja que tiene el foráneo -siempre y cuando tenga la agudeza como para hacerlo- sobre el autóctono es que al haber vivido en más de un contexto no es que pueda “comparar” -que siempre es reduccionista- sino contrastar. Y claro, que a la hora del contraste el asunto se vuelve peliagudo ya que corremos el riesgo de caer nuevamente en la reducción: de allí los programas sociales orientados a determinados colectivos, las estadísticas cosificatorias, los puestos de trabajo creados a fin de gestionar las carencias de los llamados “colectivos marginales” y un sinfín de categorías sociales y partes del engranaje que sostienen el sistema y le dan el aspecto de una sofisticada infraestructura sin fisuras.
Para no caer en la reduccion habría que tomar en cuenta que el foráneo no sólo se enfrenta a una cultura diferente, sino también a las limitaciones de su propia biología y psiquismo ante las posibles adversidades que se le presenten. Leyes, salud, alimentación, sabores, horarios, rutina laboral, división del trabajo -cuando en su país de origen alguien es capaz de desarrollar cuatro oficios a la vez es posible que en el país receptor haya cuatro oficiantes para cada tarea-, idioma, relaciones afectivas… todo se presenta diferente para el foráneo. Incluso el aire huele diferente, porque todo es diferente y sus biorrítmos no se han adaptado. El tiempo que les lleve adaptarse dependerá también de múltiples factores que por supuesto nunca encajan en las estadísticas.
Pero hay un factor común que, más allá de las diferencias, hace que foráneos y autóctonos se identifiquen, y que a mi falta de herramientas para definirlo de otra manera, yo defino como sopor. Sin soporización no hay adaptación, y no hay adaptación sin placer -aunque sea ficticio- por consentimiento a una serie de valores que al ser en principio nuevos y atractivos, el foráneo aceptará con gusto (si acaso por mera curiosidad). Ahí es donde Rosa Montero le da en el clavo cuando habla de los sueños. El sopor tiene la virtud de domesticar so pena de marginación, a la vez que simula premiar al iluso con un futuro de prosperidad. Lo que no sabe el foráneo es que la función del sopor es acabar con su autonomía y que la mejor manera de conseguirlo será hacerle creer que realmente es autónomo. Vamos, costearle una presunta independencia en la que, por supuesto, la tendencia dominante será pura y exclusivamente la construcción de una realidad donde el mundo parezca al alcance de su mano. Una realidad capaz de tentar. Una realidad capaz de trascender la frontera visual de los objetos alcanzables, hasta alcanzar el ánima de los objetos mismos, dejándose alcanzar por ellos hasta el punto de convertirse en otro objeto más. Un objeto igualmente alcanzable, manipulable, reemplazable y susceptible de ser etiquetado y rotulado bajo un código de barras, o un DNI.
Y me quedo corta, pero mucho. Será que no hallo palabras para describir semejante componenda, que va mucho más allá de la cosificación y sus consecuencias. Será que la trama es genial y los objetos, realmente, hayan alcanzado un ánima capaz de describir el mundo y rehacerlo en la percepción tanto de foráneos como autóctonos, y una vez en el sopor, sea más que difícil retornar a una percepción diáfana, autónoma y libre de ideologías. Caso contrario, el interfecto quedará en posición de desamparo frente a sus semejantes -siempre y cuando estén dispuestos a asumir tal compromiso-, ratificando tanto el éxito masivo del procedimiento como su legalidad. Desde esa posición misma, el interfecto -sea autóctono o foráneo- caerá en la cuenta de que sus derechos se han extinguido, mejor dicho, que esos derechos nunca han sido derechos, sino sólo obligaciones. Y esto, insisto, bajo un manto de absoluta, incuestionable legalidad.
Para muestra, un botón: en un país donde ya hay un 20% de paro (de los apuntados en el INEM: no hablemos de los “simpapeles” y de quienes ya han perdido toda esperanza y no van a sellar, o nunca han sellado) de un día para otro se sacan de la manga una entidad gestionada por la Comunidad donde dos señoritas que se pasan la mañana en el Facebook te enseñan cómo conseguir trabajo y, por ejemplo, armar un currículum. Al parecer la entidad es nueva, y como ésa, tantas. El sistema se autoprocrea y gestiona sus propias carencias convirtiéndolas en puestos de trabajo fantasma pagado con dinero público. El despacho de las señoritas es monísimo -nada de despachos grises y fríos- y su intención es definitivamente buena; yo he estado ahí. El despacho está en un edificio reformado por el ayuntamiento, me lo dijo un vecino extremeño que se pasó hace tres meses para que gestionaran su caso y continúa en el paro.
Yo llevo 12 años en este país, él lleva toda su vida. Es un autóctono. Hasta hace poco vivía con su mujer y sus dos hijos en un piso hipotecado: hoy vive con su padre y tiene que seguir pagando el piso que le ha quitado el banco. No hará falta describir su mirada.
El sueño de autóctonos y foráneos sigue cayendo. Y si por una parte está bien que caiga -despertar de un sopor siempre resulta constructivo-, por la otra no lo es tanto, ya que deja al descubierto un montaje demasiado descomunal como para ser combatido a fuerza de moralejas. Ante la ley eternamente vigente del “sálvase quien pueda”, la moraleja surje cuando no se quiere o no se sabe cómo actuar, ya que es difícil hacerlo habiendo perdido autonomía y más allá del guión previsto por la cultura, que determina lo que hemos de percibir y cómo. Que determina hasta dónde ha de llegar el interfecto y distorsiona las posibles consecuencias de una acción que, más allá del sistema que le rije, podría poner en peligro su propio sistema. La frontera de la empatía con el prójimo llegará entonces hasta la certidumbre (si lo es) de la propia salvación (yo, por suerte, estoy salvado), una salvación que no obstante es siempre a medias, y que le dejará una extraña sensación de inconsistencia vital, de vivir en el desapasionamiento, en el hastío y por supuesto en la impotencia. Ya no hablamos de egoísmo, sino de miedo. Miedo a perder la cada vez más estrecha parcela que le dejan. Miedo a si le compensará. Miedo al que dirán la familia, los amigos, los compañeros de trabajo, el banco, el seguro... Miedo. Miedo a perder esa seguridad sin evidencia que sirve de carburante al engranaje, el Gran Engranaje, cuyo sustento es la adrenalina que le provoca la visión de miles de muertos a diezmil kilómetros de su salón.
Al otro lado de la frontera, en la zona -grosso modo- del millón de muertos, la función del sopor será la de acabar con cualquier posibilidad de autonomía. Vamos, la de costearle al interfecto un presunto marasmo en el que la tendencia dominante sea pura y exclusivamente la construcción de una realidad donde el mundo nunca estará al alcance de su mano. Una realidad incapaz de trascender la frontera del trauma, dejándose alcanzar por éste hasta el punto de alterar la percepción. Sin soporización no hay adaptación, y es evidente que el Gran Engranaje espera que también haya adaptación al dolor. Si el procedimiento se repite una y otra vez por generaciones, el interfecto habrá perdido la memoria de cómo era el placer.
De él se espera que sea un objeto alcanzable, manipulable, reemplazable y susceptible de ser etiquetado y rotulado como negro, amarillo o pardo y candidato a la marginalidad. Habiéndole entrenado para penar, odiar, matar o arrastrarse, el interfecto de tercera clase se acojará sin chistar a la “ley de la jungla”. La frontera de la empatía con el prójimo llegará hasta donde se lo permita su percepción saqueada por la idea de ser un isleño dentro del mundo, y eso le dejará una extraña sensación de inconsistencia vital, de vivir en el desapasionamiento, en el hastío y por supuesto en la impotencia. Y aquí hablamos de miedo en estado puro. Miedo a perder la cada vez más estrecha parcela que le dejan. Miedo a la inestabilidad de hoy para mañana. Miedo a que le roben. Miedo a que le secuestren. Miedo a que le estalle una granada. Miedo a tener hambre. Miedo a volver a tener hambre. Y si por una de esas casualidades estuviera salvado, miedo a perder lo salvado, y miedo hacia el transeúnte "sospechoso" circunscripto al ghetto de los indeseables que al cruzársele por loa calle pongan en peligro su yo por suerte estoy salvado de contribuyente honesto y trabajador. Miedo a considerar la posibilidad de que haya algo más allá de la frontera impuesta por el engranaje, el Gran Engranaje cuyo sustento es la adrenalina que le provoca la visión de una familia sólo aparentemente segura viajando en una 4x4 a diezmil kilómetros de su salón.

Cuenta una leyenda sufí que alguien se acercó un día al gran filósofo Saadi y le dijo:
-Deseo la percepción, así que me haré sabio.
Y dijo Saadi:
-La percepción sin sabiduría es peor que no tener nada en absoluto.
Entonces se le preguntó:
-¿Cómo puede ser esto?
Y Saadi respondió:
-Como en el caso del buitre y del milano. El buitre dijo al milano: “Tengo más alcance de vista que tú, porque puedo ver un grano de trigo en el suelo, mientras que tú no puedes ver nada en absoluto”. Los dos pájaros descendieron en picado para encontrar el grano de trigo, que el buitre podía ver y el milano no. Cuando estaban muy cerca del suelo, el milano vio el grano de trigo. El buitre continuó su descenso y se trago el grano. Y después se murió porque el trigo… estaba envenenado.

De La sabiduría de los idiotas (Cuentos de la tradición sufí). Idries Shah.

6 comentarios:

Antonio Tello dijo...

Excelente nota RAB, muy inteligente y acertado. En particular, las razones de la fabricación del sueño y el límite de las palabras para explicar la "componenda". Muy bien.

Anónimo dijo...

El mejunje, la componenda, la compota... si seguimos así muy pronto no habrá palabras en el repertorio idiomático para nombrar el mondongo que harán de nosotros.
CHCH
che qué laburo, ¿no?

Anónimo dijo...

Gracias por compartir esto.. ZuZan

RAB dijo...

Mondongo, sí; o un buen potaje.
ZuZan bienvenida, guapa.

Anónimo dijo...

La clavaste...
CHCH

RAB dijo...

Me resulta preocupante que este post contenga tan pocos comentarios. Es un mal pronóstico, porque ya ni siquiera ladran, Sancho. Vamos mal. Nos han sedado. Parece que eso de lo que tanto nos quejamos sigue eligiéndose. No hay rabia: hay resignación.