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8/8/10

Mirlo

Cada día me vuelvo menos verbal. 
Admiro el rito de los mirlos al caer el sol. Uno de ellos aterriza en la ribera del río y empieza a piar, convocando a la bandada. Al rato hay docenas de mirlos piando al unísono, una gran muchedumbre de pájaros compartiendo las novedades del día. Cuando los miro se me olvidan las palabras. Las encuentro entre ineficaces y deficientes. Sé que no lo son, entonces llego a la conclusión de que vivo una inquietante temporada  de surfing emocional en las que si bien necesito de las palabras, también es verdad que no me alcanzan. 
Las mías, no.
Me deslizo entre la contemplación y la vacilante metamorfosis de una oruga que no acaba de convertirse en mariposa. Ya no puedo admirar a los caídos. Ya no me sirve tomar sus pastillas. Yo no tiene gracia beber su vino. Ya no me regodeo en la vidriera de la expiación con lápiz para ojos y cigarrillos. Ya no me funciona -más bien, no me interesa- la fórmula binaria justificatoria de vínculos inconciliables entre puntos cardinales. Ya no me recreo en el guión de Mary Shelley.
He ofrecido mis partículas a los pájaros y ellos me han devuelto un cuerpo entero. Lástima, porque ser partícula era más fácil. Ser partícula me eximía de toda responsabilidad para nunca llegar a tocar más allá del fluído y su repetición. Ser partícula me proporcionaba el placebo de la acusación y la víctima, el subidón de la tristeza, el  dolor circular y vicioso del nihilista. 
Pero ya no hay nadie a quien culpar. No hay organismo, persona, cosa, sistema o cultura a quien responsabilizar. No hay discurso -por muy convincente que se pretenda-, ni constitución, ni norma, ni revolución, ni ideología contra la que oponerse. La acción se hace presente cuando contemplo a los pájaros, y por eso que yo llamo certeza, concluyo que ellos nunca han vivido fuera de la mente del mundo.

Sin embargo, hasta los mirlos se pelean por una migaja de pan...

(Venga, que me voy a pintar). 

29/7/10

Atención

Hay quienes afirman, o creen, que vivimos un tiempo fuera del tiempo. De alguna manera, esto debería significar una oportunidad para amortizar lo que ha quedado pendiente cuando había tiempo. Yo lo comparo con esos viejos motores que se usaban para bombear el agua hace añares: cuando uno de esos artilugios dejaba de funcionar, la correa se soltaba y quedaba dando vueltas por inercia, hasta detenerse. 
Tengo la sensación de que la correa se ha soltado, y que mientras unos siguen sin percatarse, otros observan el proceso de detención con la mirada austera de los niños ante los fenómenos inexplicables. También, con una cierta fascinación. Con esa misteriosa sabiduría no verbal de los animales atentos.
Se hace preciso, pues, estar atentos. Que no es lo mismo que estar alertas. La alerta no lleva a ninguna parte, en realidad, sólo crea una defensa. Pero la atención es otra cosa. Es estar presentes en el instante previo a la detención, que es donde parece yacer la simiente de toda posibilidad.

20/7/10

Animales del bosque

La humanidad calzaba al vasto niño Progreso.
-Rimbaud

Es probable que 2006 haya sido el comienzo del fin. Se respiraba en el aire, como se huelen las juntas del asfalto fresco al mediodía o la hierba de San Juan en las noches de verano. Una suerte de lisura general, una apatía, una dejadez consentida.
Obviamente, nos llegó mientras dormíamos. Es imposible que estas cosas te pillen prevenido. Un día te acuestas pensando que ese sueño te durará una eternidad, y al cabo de unas horas... ¡¡paff!!, despiertas con el asno subido al espinazo. Y no me digas que estoy loca porque eso, hoy, no me hace mella. Ya he saltado. Y no sabes lo bien que sabe el aire puro de la pérdida...


La palabra que lo define es pereza. Esa holgazanería que responde al reflejo del amor con el gesto esquivo de quien nunca ha probado, verdaderamente y más allá de las palabras, el bocado exquisito de la necesidad. Algo que para muchos no será más que una anécdota susurrada por padres y abuelos: la época en que la gente se comía la cal de las paredes. Sólo una anécdota. Un recuerdo acurrucado entre los cuatro muros de una casa de pueblo.

Pero, oye: no se lo cuentes a nadie. Que los niños no lo sepan (si intentas olvidarlo es como si nunca hubiera sucedido).

Mi amiga Tina -la sudafricana- sabe mucho sobre la vida de "los animales del bosque", que es como ella llama a ciertas situaciones que nosotros, urbanitas por tradición y generación, ignoramos. Una vez me contó lo que le pasa a un ciervo que sobrevive a la dentellada de un león en la selva.

¿Qué crees que pasa  por la mente del ciervo mientras el depredador le hinca el diente?

¿Te lo has preguntado alguna vez?

¿Te has preguntado cómo sobrevive al dolor? La verdad es que nadie quiere ser víctima en este mundo.

Cuando ya no lo resiste, una parte del ciervo sale de su cuerpo. Básicamente lo hace por protección. A esto que ciertos curanderos llaman susto y que Tina compara con los animales indefensos que se esconden en el bosque por miedo, es lo que la psicología moderna define como  TEPT o transtorno de estrés postraumático. La verdad es que, más allá de las creencias y sus conceptos, poco importa ahora si el alma existe o no cuando se ha experimentado la dentellada en carne propia. Como puede sospecharse, hay una amplia variedad de TEPTs que no entran dentro de las tan mentadas, siempre discutibles y a todas luces reduccionistas clasificaciones de la OMS. Regida por el paradigma racionalista, a los funcionarios de las OMS jamás se les ocurriría considerar la posibilidad de un TEPT generacional.

Hay quienes sostenienen que el TEPT es un fenómeno generacional, y que afecta tanto a indivíduos aislados como a pueblos. Y qué mejor ejemplo que los descendientes de la shoá. Parece que nunca haya habido un caso tan brutal de genocidio en la historia, ¿verdad? Aquí la víctima se vuelve institucional, y flaco favor  que le hace a sus descendientes. Pero es un buen ejemplo para poner y-más allá de las turbias motivaciones políticas del guión a dos bandos que rige el mundo conocido-, las consecuencias de la shoá en sus descendientes sigue siendo, creo, un tema por tratar. A más de medio siglo del genocidio, sus resultados se expanden como reguero de pólvora por Medio Oriente, y de Medio Oriente a Occidente. Nadie, o muy pocos, tienen el valor de analizar en profundidad el complicado mecanismo de un colectivo sometido a la dentellada del león. Y no digo ya desde la perspectiva psicológica del pueblo judío como Gran Víctima Universal, sino desde la perspectiva filosófica y espiritual.

No seré yo quien lo haga. Ahora mismo, mi repertorio de conocimientos se reduce, humildemente, a mi experiencia personal como ciervo. Yo me experimento, y en los años que llevo de carretera no he conseguido aún hallar otro motivo para la dentellada simbólica o real que no sea la ignorancia.

Claro que no me refiero a la ignorancia pura y dura vinculada a una educación formal deficiente. Me refiero a La Otra, a la ignorancia del individuo que, sin conocerse a si mismo, pretende hacerlo (y más que pretender, se lo cree) desde un esquema trazado por terceros. Los animales se refugian en lo más profundo del bosque y prometen no volver a salir por generaciones. Mejor no preguntarse qué pasará por la mente del ciervo mientras el depredador le hinca el diente. Mejor no preguntarse qué pasará después.

Tú conoces la respuesta, pero intentas olvidarla: es como si nunca hubiera sucedido.

Hay indivíduos que olvidan y otros que no olvidan jamás. Hay pueblos que olvidan y otros que no olvidan jamás. Cuestión de grados. En cualquiera de los dos casos la herida sigue estando allí y tiene la forma de una memoria de shock. En ella sepultas el olor de la pólvora, el silbido de las sirenas, el fragor de las bombas. En alguna parte de tu memoria genética hay una Hiroshima sin purgar, un holocausto personal, un agujero abierto por una granada, un ventrículo roto que ya no quiere ser corazón, porque cuando el dolor se vuelve insoportable es mejor meterlo en una caja y exhumar el intelecto. La  naturaleza es sabia y hasta puedes forzarla por un cierto tiempo.

Sólo por un cierto tiempo.


Lo que acabas de ver era un tiro de bala al corazón del planeta, que es el mar. Aquí el león no devora por hambre. Aquí no puede hablarse de una cadena trófica, ni de la superioridad de ciertos depredadores sobre otros. La muerte o supervivencia del ciervo bajo la dentellada del gran felino podrá ser cruel, pero se sustenta en un intercambio de energías necesarias para la subsistencia de las especies.

En cambio, ese tiro de bala no podrá justificarse nunca, ya que no garantiza el ciclo natural, sino su extinción. Esa bala detiene el ciclo. Lo aniquila. Es la dentellada del león dando de lleno en la yugular. En la yugular del planeta, que es nuestra propia yugular.

La Tierra habla. Nunca ha dejado de hacerlo. Sólo que ahora empieza a chillar.

Si mal no recuerdo, allá por los 90 las balas se anunciaban en los diarios como se anuncian las operaciones de bolsa, o la  apertura de una nueva plataforma petrolera en el Pacífico: ¿Y eso qué es? Nada, el atolón de Francia. Pocos se preguntaban qué es un atolón y mucho menos por qué se decía que el atolón era de Francia. Hoy día, pensar en tamaña ignorancia resulta entre peripatético y risible. Francia, paradigma de la Revolución  y adalid de la democracia europea en competencia amistosa con el cada vez más pequeño gigante americano (casi como los niños, que compiten por ver quién mea más lejos) utilizó durante años el Sahara argelino para sus pruebas nucleares. Y esto cuando Argelia ya había logrado su independencia.

Sin embargo, los grandes adalides de Occidente ponen el grito en el cielo ante la posibilidad de que Irán pueda poseer armas de destrucción masiva, una construcción tan difusa como amenazadora, que convierte la cabal definición de bomba atómica en algo obsoleto aunque igualmente siniestro.

Escribo con furia. Resulta difícil hablar de lo que ha sido acallado por generaciones y que afecta a todos los que, de una manera u otra y por la causa que sea, habitamos sobre lo que creemos que es tierra firme y eterna, conquistada por homínidos.

Homínidos que provocan sus propias heridas.

Homínidos a la defensiva por haberse dado muerte.

Homínidos que seguirán dándose muerte por las dudas.

Homínidos que nunca llegarán a liberar -y mucho menos a sepultar- sus animales heridos.

En la porción de mundo donde el ciervo sobreviviente -el eterno ciclo víctima-victimario-víctima, no importan aquí las banderas, las ideologías o las religiones, creemos que todas son parte de la misma ilusión- el homínido es ahora león, con una herida de si mismo convertida en queloide, encarnizada, callosa, dura. Tanto es así, que la dentellada sin éxito justifica la presencia de, por ejemplo, armamento atómico en ciertos países y en otros no. El ciervo que ahora es león se defiende de una dentellada fantasma.

Como he dicho más arriba, el homo sapiens tiene gran habilidad para metabolizar el dolor valiéndose de una herramienta preciosa: el intelecto. Le debemos al intelecto nuestra superviviencia sobre la Tierra, el desarrollo de la agricultura, el diseño de ciudades monumentales con una organización social compleja, -algunas de las cuales subsisten hasta hoy, piénsese en Atenas o en Teotihuacán-, la creación de un alfabeto, la capacidad de planificar, de instrumentarse, de sustituir el automatismo por una metodología capaz de generar arte, ciencia, filosofía, música, poesía etc. La sobresaliente capacidad de instrumentalización del sapiens se ha vuelto hegemónica.

No estoy del todo segura de que lo hayamos hecho bien, aunque hemos de creer que no lo hemos hecho del todo mal. Y tanto, que si tuviera que evaluar a nuestra especie en una escala del 1 al 10, he de decir que nos pondría un 5 rasposo. Todo indica que hemos desplegado el grueso de nuestras excepcionales habilidades de primates vip en beneficio de la superviviencia material, bajo la premisa antropocentrista de que el sapiens, por ser sapiens, es indiscutiblemente capaz de manipular todo lo que existe.

Todo lo que existe.

...

A mi me da en la espina que lo único indiscutible aquí es que no hemos superado aún al hombre de Vitruvio.


Perfecto en su simetría y de proporciones clásicas, esbelto, hermoso y por supuesto, blanco, el hombre de Vitruvio davinciano (1492) es al homo cibernéticus lo que era el homo antessesor al sapiens. Representa la imagen mental más antigua y aceptable que el hombre moderno tiene de si mismo. Es el boceto final que rubrica de forma rotunda la superioridad de Occidente frente a la inferioridad... del resto.

Mientras los animales heridos se refugian en el bosque, el hombre de Vitruvio se yergue como una sequoia sobre el oscurantismo del medioevo y lo sepulta. Para siempre. Antropos renace de entre las garras de Dios. La pose vitruviana, su registro, o lo que sea, legitima la gran ilusión occidental: no es que el sapiens esté hecho a imagen y semejanza del Universo, es que el Universo está hecho a imagen y semejanza del sapiens.
Podemos, pues, manipular la naturaleza a nuestro antojo.

Su manipulación nos traerá el Progreso y con él la aniquilación del dolor y la ilusoria superación de la muerte. Sin embargo, Antropos se libera del trauma vital de forma deficiente enjaulando a sus animales del bosque por generaciones. No se pregunta qué será de ellos, directamente los confina: mejor pensar que nunca han estado allí. Para justificar su avidez, se creará una organización y un sistema con  unas leyes incuestionables que refuercen su cosmovisión. Ha pasado tanta hambre primigenia que se ha vuelto codicioso.

Empieza la era de todo-lo-que-tengo-es-poco. Y luego la apatía. Llega un tiempo de lisura. Más tarde una cierta desaceleración. Quizá un hartazgo, variante del síndrome de Diógenes a escala planetaria (perdón: Occidental). Antropos descubre que la saciedad puede ser tan esclavizante como la escacez. Que el tiempo se desinfla, y que tal vez esté caminando por sus bordes. Unos bordes a los que cada día resulta más difícil aferrarse. 2006.

Entonces se despereza.

Te desperezas.

Aún así a veces -sólo a veces- te empecinas en creer que todo lo que conoces es todo lo que existe, y que todo lo que es, y todo lo que ha sido, es lo más grande que se ha hecho nunca. En otro caso, ¿qué sería de ti?

5/6/10

Jesucristo según RAB

Papi... ¡más fuerte, más fuerte!

13/5/10

Ave del paraíso



Tendría dos años, acaso tres.
Mi memoria de entonces era como un sueño del que nunca despiertas del todo. Un sueño congelado en un instante, entre la penumbra del amanecer y la bruma del letargo. Despertaba -o creía despertar- con el olor de unas sábanas limpias de ovejas negras saltando nubecitas, en el cuarto donde crecí. Un pájaro cantaba en mi ventana (lo que entonces fuera un tópico de Dios hoy se echa de menos como circunstancia extraordinaria). Un pájaro de brillantes colores encaramado a una rosa enredada a una alambrada. La que separaba la casa de mi padre de la quinta del portugués, por los tiempos en que aún no habían medianeras (las medianeras llegarían con la suspicacia de los vecinos y los quetzales convertidos en gorriones).
Un pájaro cantaba en mi ventana:
-Mami, ¿dónde está el pájaro?
-¿Qué pájaro, hijita?
-¡El pájaro, mami, el pájaro!
Pasaron los años y pájaro que comió, voló. Era de brillantes colores, como lo son los pájaros de la infancia. Era del tamaño de una paloma, tenía una larga cola como de faisán, una cresta, y se posaba sobre una rosa brutalmente roja. Nunca hubo pájaro con lluvia, para que hubiera pájaro tendría que haber mañana radiante. Y afiladores. O una madre silbando en la cocina y desde el fondo del dock, gimiendo en lánguido lamento, el eco trae el acento de un monótono acordeón...
Pudo ser, ese pájaro, cualquier cosa además de quetzal. Pudo ser también gorrión, afilador,  chiflido o ave del paraíso que se extravía entre sueño y vigilia cuando surje la razón.
El pájaro del territorio perdido de entremedias desapareció para siempre cuando prosperaron las palabras. Pagaría, hoy, por volver a ese territorio de entremedias. Pagaría, hoy, por oir nuevamente a ese pájaro, por la rosa, la alambrada y el viejo portugués. Por la quinta que crecía a espaldas de la casa de mi padre. Daría todo lo que soy, y lo poco que tengo, por volver a oir ese pájaro.
En cambio, sólo tengo las palabras. 

Escrito en Madrid, el 8 de agosto de 2008.

1/5/10

Nube de vapor

He comprendido que cuando tomas ese camino, ya no hay vuelta atrás. Que si lo haces, el camino de regreso puede ser un infierno. Creamos situaciones donde el deseo se convierte en un reto a vencer, y donde el reto por vencerle puede ser en sí mismo una trampa del deseo.
Aunque haya quienes aspiren a trascender el deseo, es imposible situar dicha aspiración en el presente, ya que toda aspiración tiende a situarse... en el futuro. El deseo, pues, se hace necesario sólo para comprender que la temporalidad es ilusoria. Si la energía que lo crea es la misma que está creando este momento, desearle o trascenderle lo deshará igualmente como una nube de vapor.
La imagen es de Larry Carlson.