Según el Diccionario de la RAE:
emigrar: dejar una persona su propio país con ánimo de establecerse en otro extranjero.
inmigrar: llegar a un país para establecerse en él.
Siempre he notado que al hablar de inmigración, en España hay una tendencia muy fuerte al uso del prefijo
e. La distinción no es gratuita, por la carga semántica que posee.
Llegar implica un compromiso de inclusión, una aceptación tanto del que llega como del que recibe.
Dejar, en cambio, es meramente descriptivo, ajeniza, y sólo compromete al que se va. En este sentido, si algo tienen en común tanto el que llega como el que recibe, es paradógicamente la ajenización, algo pernicioso para ambas partes.
Según el art.13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos:
1- Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.
2- Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país.
No obstante, y al respecto de este artículo,
José Vidal-Beneyto en la excelente web
Planeta Consciencia, señala lo siguiente:
No se ha logrado que exista el derecho total de migrar, pues, aunque el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos reconozca el derecho de emigrar, ha sido imposible introducir en ningún marco legislativo el derecho complementario de inmigrar.
Cuando hablamos habría que estar bien conscientes de lo que decimos. Las palabras no son como los adornos que se compran en los centros comerciales: están vivas, su energía se desplaza de hablante a hablante, tienen poder sobre el pensamiento que las crea. Conviene prestar atención a ellas, y no sólo por su carga semántica, sino por el contexto que señalan y determinan. Básicamente, para que medios y gobiernos no nos manipulen con ellas y salgamos perdiendo todos. Una sociedad que no ha podido aceptar su propia emigración, tendrá serios problemas a la hora de aceptar la de otros, y esto se reflejará en los sutiles detalles de su discurso. Que por ende, redundará en la redacción de leyes (y no me refiero aquí a la Declaración Universal, que es la que menos se respeta de todas).
El hombre que veis en la foto se llamaba Érico, y era mi padre. Nació en Treviso, Italia, en 1915. Hoy tendría 95 años. Arribó al puerto de Buenos Aires el 9 de junio de 1948 -un día después de su cumpleaños- a bordo de un carguero procedente del puerto de Génova. Iba solo, huyendo de las consecuencias de una guerra terrible de la que también huían españoles, polacos, rusos, yugoslavos, judíos, checos, húngaros... A pocos años de llegar a
Mar del Plata fundó el coro
Regina Chielli de música sacra, donde conoció a mi madre. Se compró un terreno y construyó una casa confortable. Formó una familia y tuvo una pequeña empresa, unos ahorros, una jubilación, un seguro de vida y muchos amigos de distintas nacionalidades que todavía le recuerdan. Nunca se nacionalizó, pero fue un inmigrante feliz.
Vaya una mención para él y para todos los
inmigrantes que no
dejan, sino que
elijen la
inmigración, la mar de las veces con objetivos bien distintos a los que señalan el diccionario o la wikipedia. Vaya, también, para los autóctonos con buena memoria que, abriendo puertas, acogen e integran, trabajan, dan oportunidades, brindan su amistad y hacen que la experiencia migrante se vuelva una aventura enriquecedora en cuyo germen reside el origen de todas las naciones conocidas. Son tantos y tan complejos los motivos por los cuales alguien puede decidir marcharse o nunca regresar, que las estadísticas resultarán siempre banales y cosificatorias.
Creo que se hace necesaria más literatura al respecto, y escrita por migrantes. Ellos, mejor que nadie, pueden dar legítimo testimonio de la experiencia migratoria.
Se hace necesaria una literatura migrante -un arte migrante- que resquebraje desde el buen hacer los tópicos de una derecha europea en alza, empeñada en negarle toda representatividad, tanto en lo legal como en lo cultural. Se hace necesaria una representatividad migrante en todos los ámbitos, y un saneamiento de la memoria migrante en las nuevas generaciones.
No es justo ni exacto que la condición de inmigrante se identifique con delincuencia, pobreza, marginalidad y analfabetismo. Tampoco lo es que un extranjero bien cualificado y de éxito en el país de acogida no se considere representativo de ese colectivo. Sabemos que esta distinción responde a motivos políticos y económicos, cuando lo que hay de fondo es un egoismo rastrero que se escuda en una legislación engañosa.
Yo quiero inmigrantes respetados y por tanto respetables, activos, representativos, creativos, felices. No quiero inmigrantes "adaptados", sino inmigrantes aceptados. Quiero inmigrantes amparados por leyes justas basadas en unos principios
morales -no de moralina- sino en un sentido etimológico: es decir, en unas leyes que le dén morada, y que si no se la dan, que se tenga la suficiente valentía y la transparencia como para detener
realmente el flujo, cooperando donde haya que cooperar.
Utilizar el pretexto de la crisis (con ropa de Versache) para reducir las ayudas en los países en vías de desarrollo, a la vez que se "endurecen las medidas" dentro del continente, no es sólo una emboscada muy sucia, es poco menos que una eugenesia. La mayor que se ha cometido hasta el presente.
Pese a todo, resulta esperanzador comprobar que, al menos en España, la xenofobia es directamente proporcional a la defensa de derechos, y que ésta va en aumento. El inmigrante empieza a oirse: yo quiero que se oiga más. Ya hay gente en España trabajando por una integración cultural de costas. Por tanto, que se oiga más es sólo cuestión de tiempo. Las artes -que no conocen de fronteras- se manifiestan en el prisma multicolor que va desde el Retiro de Madrid hasta la playa más aislada de Formentera, o un teatrillo en Granada. Esto es maravilloso. El artista desbarata los constructos siempre transitorios de la ambición humana -que esclaviza y aliena- y vemos que en tan sólo dos segundos es capaz de convertirlos en un castillo de naipes, haciendo que esa
e se transforme en
in.
Palabra de inmigrante.